Más allá de sus inesperadas derivaciones políticas, el conflicto entre el campo y el gobierno de Cristina Kirchner dejó varias lecciones, que habrá que ver cómo se capitalizan ahora que se intenta recorrer el poco transitado camino del diálogo. La lista es demasiado amplia. Tanto, que el único denominador común es que el kirchnerismo está pagando un alto precio por no haberse ocupado nunca de definir una política para el sector agropecuario y luego por asignarle un carácter ideológico a la protesta. Se trata de una actividad estratégica demasiado importante como para creer que podía quedar en piloto automático, sólo porque los precios internacionales récord sirven para ensayar cualquier experimento fiscal o de precios. Esto excede la ríspida negociación de compensaciones a pequeños productores o un tope a la escala de retenciones móviles, que sólo aparecen como salidas de emergencia para descomprimir la tensión.

Una de las lecciones es que la presión tributaria tiene un límite, sobre todo cuando una inflación en alza y no reconocida oficialmente impacta en los costos y la rentabilidad del sector. A pesar del discurso oficial, el eje del conflicto no pasa por el cambio de modelo económico o por la eliminación de las retenciones. El campo no protestó ni siquiera cuando las retenciones a la soja subieron al 35% en noviembre, ya que la escalada de precios internacionales (42% en los últimos ocho meses) compensaba esas subas, además de aportar mayor recaudación al Estado. Lo que no toleró es que el Gobierno se cebara con ese instrumento y les pusiera un techo a eventuales ganancias futuras para derivar al fisco casi todo el excedente. Hoy por hoy, la alícuota de los derechos de exportación a la soja o el girasol es más alta que la del impuesto a los premios de juegos de azar, y grava la facturación pero no los resultados. Tal vez sería mucho más razonable tomar una parte como pago a cuenta del impuesto a las ganancias. Pero plantear cualquier reforma tributaria de fondo todavía pareciera ser un tabú en la Argentina.


Otra enseñanza es que la actividad agropecuaria no es sólo una máquina de producir divisas y pesos para alimentar los superávits gemelos y los subsidios cruzados, como suele encuadrarla el Gobierno; ni que todos los productores, de cualquier tamaño o región, pueden ser incluidos en la misma bolsa. A menor escala de producción, se siente mucho más percibir ingresos con un dólar implícito de 1,80 pesos y pagar insumos y servicios ajustados a un dólar de 3,18 o, peor aún, a una inflación que se ubica en torno del 25% anual. Con tales elementos resulta ilusorio plantear las retenciones móviles como una política previsible para los próximos años.


También debe incluirse en la lista la confusión de señales: después de haber protagonizado el mayor boom productivo y exportador de las últimas décadas, la “sojización” parece haberse convertido en una maldición que la propia presidenta dijo querer conjurar con mayores retenciones, para estimular otras actividades como la ganadería o la lechería. Pero este diagnóstico está planteado al revés: omite que esas producciones fueron desalentadas en los últimos años por las políticas de precios arbitrarias, intervenciones en los mercados y prohibiciones de exportar ejecutadas por Guillermo Moreno, funcionario cuya estrella sigue brillando en la constelación gubernamental.


El Gobierno podría argumentar, como lo hace, que con los crecientes recursos que extrae de la exportación de cereales y oleaginosas subsidia a otros eslabones de la cadena agroalimentaria. Pero basta consultar las compensaciones que otorga la Oncca, como recomendó Cristina Kirchner, para advertir la desproporción entre lo que recauda y lo que redistribuye dentro del sector: mientras se estima que para 2008 los ingresos totales por retenciones treparán a unos 43.000 millones de pesos anuales (13.500 millones de dólares), las compensaciones llegaban a fin de marzo a apenas 1.524 millones de pesos (480 millones de dólares). Si se anualizara esta última cifra, no alcanzaría al 15% de la primera. Y su distribución revela que, más que a fortalecer a pequeños productores rurales, apunta mayormente a las industrias para que sus productos puedan acercarse a los precios fijados por Moreno. De aquellos 1500 millones de pesos, casi dos tercios (992 millones) se destinaron a las industrias láctea, molinera y aceitera, a través de una compleja y burocrática maraña de subsidios cruzados.


Viaje de ida


Si bien es cierto que el fin último de las retenciones es disociar los precios internacionales de los internos a cambio de sostener un tipo de cambio real alto, también lo es que no frenaron la inflación y que mantener este esquema con gasto público en alza requiere de una presión tributaria creciente.


Aquí se plantea un problema institucional: lo que el campo tributa por derechos de exportación no le vuelve en obras de infraestructura o mejoras sociales, porque las retenciones no se coparticipan. Ni siquiera entre las seis provincias (Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe, Entre Ríos, Santiago del Estero y Chaco), que aportan el 92% del total. Esto obliga a mendigar fondos nacionales a gobernadores e intendentes, que quedaron entre la espada y la pared durante el paro agropecuario: aunque en muchos casos los productores rurales son su base electoral, evitaron entrar en conflicto con la Casa Rosada para no quedar fuera del reparto. Más insólita fue la declaración del oficialismo en el Senado -que es la representación por excelencia de las provincias- en apoyo a la suba de retenciones, que les resta recursos a sus jurisdicciones. Parece mentira, pero después de cinco años de alto crecimiento, en la Argentina sigue en vigencia la ley de emergencia económica, que le permite al Poder Ejecutivo aumentar derechos de exportación y disponer discrecionalmente de esos fondos sin pasar por el Congreso.


Paralelamente, está por verse hasta qué punto es válido el argumento presidencial de que los ingresos extra provenientes del agro son el eje de una política redistributiva. Por lo menos, hasta que el Gobierno explicite claramente en qué se emplean esos fondos. No es lo mismo destinar una parte a distribuir gratuitamente alimentos de alto valor proteico en comedores escolares o evitar casos de desnutrición en sectores indigentes, que aplicarlos a subsidios a granel que en muchos casos benefician más a los ricos que a los pobres, alimentar aparatos políticos o destinarlos al tren bala u obras de dudosa prioridad.


Todo esto no justifica que los productores agropecuarios, para hacer oír sus reclamos, hayan violado leyes y derechos constitucionales de transitar y comerciar para desabastecer a los grandes centros urbanos. La metáfora de la pistola en la cabeza para presionar vale tanto para los productores más radicalizados como para los métodos de Guillermo Moreno. Pero de aquí también surgen otras lecciones. Quizá la principal es que, cuando se admite desde el Gobierno que la ley vale para algunos y no para otros, se deslegitima su cumplimiento. D´Elía, incluido
Néstor Scibona  – La Nación